domingo, febrero 03, 2008

Ecuaciones

¿Y si la literatura no fuera más que otra forma de ecuación? Imaginemos a un personaje, de nombre Orestes, o Cosimo, u Oliveira, o X; que ama a Ginebra, o a Caitilin, o quizá a Antinoo: digamos que ama a Y; la acción transcurre en Orense, Chicago, Gondor, Heian Kyo: Z. Los hechos contenidos en el relato sólo tienen un fin: ayudar al lector a desentrañar el misterio que se esconde tras esos nombres: despejar esas incógnitas, calcular su valor. Los nombres, al fin y al cabo, no son más que un mero convencionalismo; el hecho de sustituirlos por simples letras, como en un problema matemático, no varía un ápice su sentido, y en cambio deja ver con claridad su naturaleza indefinida. El objetivo de la lectura es desentrañar aquello que no tiene un nombre propio, que escapa a las ataduras del significante. Esto es así incluso en el caso de los lugares con una existencia real: una vez integrado en un relato, cualquier ciudad, país, paisaje se convierte en ficción y sólo existe en ese plano etéreo que se extiende entre la mente del escritor y la del lector. Todo lo que se sitúa en esta dimensión literaria es un interrogante, parte de una ecuación que debe ser resuelta a través de los datos que aporta la propia narración.


¿Cuál es el objetivo del autor cuando escribe un relato, una ecuación? Hay dos respuestas posibles, en función de si el escritor conoce o no de antemano el resultado del problema. En el primer caso, la finalidad de la narración es simplemente comunicar: incitar al lector a descubrir una verdad, una idea, una emoción que por su naturaleza etérea o difusa no puede ser transmitida sino a través del juego de las incógnitas. En el segundo caso, el autor utiliza la literatura como medio de conocimiento: percibe el problema, desea hallar su solución, y no encuentra otra manera de resolverlo que escribiendo. Esta última posibilidad es infinitamente más interesante como punto de partida para la creación.

¿Es siempre posible encontrar la solución de una ecuación literaria? Hay obras decepcionantes por la facilidad con que calculamos el resultado: los personajes planos, los escenarios acartonados, las ideas manoseadas desvelan su misterio a las pocas páginas: no es necesario seguir leyendo pues ya conocemos de sobra el valor de las incógnitas. Otras obras, en cambio, son imposibles de desentrañar en su totalidad, no admiten una única solución, o bien el resultado es algo indeterminado: Ginebra o Caitlin o Y equivalen al infinito; Orestes o Cosimo o X se confunden con el vacío, la nada, el cero. Es posible que la verdadera literatura sólo responda a esta segunda posibilidad.

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