Paraíso
Suelta la maleta encima de la cama. Se acerca a la ventana, descorre la cortina. Contempla el bosque que se extiende infinito hacia el horizonte. Inspira lentamente, espira. Intenta olvidar (repasa pormenorizadamente) las gestiones del día, los pequeños errores, los kilómetros de carretera. Decide darse una ducha: el agua fría arranca la costra de las horas muertas, el humo de las conversaciones inanes. Luego, frente al espejo, despega de su cara la sonrisa falsa; con esfuerzo: está demasiado pegada.
Coge del bolso papel y bolígrafo y se tumba boca abajo en la cama, desnudo sobre la toalla. Escribe unas palabras, las primeras que se le pasan por la cabeza (las mismas que le han acompañado todo el día, durante las horas muertas, las conversaciones inanes, los kilómetros de carretera):
"El leopardo, finalmente, asume su derrota:abandona la selva y se encamina a la ciudad.
Llega al mediodía, el sol quema y la ciudad bulle con el ajetreo del mercado.
Se deleita largamente con los olores que se desprenden de las tiendas, de los templos y los prostíbulos;
recibe la caricia de un mendigo ciego;
admira los reflejos del atardecer sobre las cúpulas doradas;
la noche lo sorprende merodeando por los alrededores de la biblioteca.
Al amanecer, le dan muerte:
dormía entre las hojas de un improvisado lecho, en el jardín oriental, delante del museo."
Y luego hace lo de siempre. Dobla el papel cuidadosamente, en varios pliegues; incorporado sobre un costado, se inclina levemente para colocar el papel bajo la cama. Hace tiempo que dejó de ser una extravagancia para convertirse en una necesidad: dejar notas, poemas, pequeños dibujos anónimos; en cada hotel, en cada pensión; a veces, también, bajo el servilletero de la cafetería, en el servicio de la gasolinera. "Son como las botellas lanzadas al mar por el náufrago", piensa. "Pero en el mensaje no aparecen las coordenadas de ninguna isla desierta".
El cuerpo está cansado, el movimiento del brazo es torpe: el papel cae justo al borde de la cama. Se inclina un poco más y con algo de esfuerzo empuja el papel hacia el fondo, internando la mano en la oscuridad. Los dedos rozan algo allí: es otro pedazo de papel. Lo saca, es un folio doblado. Está escrito a mano, con una caligrafía delicada. Lee, excitado:
"Nunca nadie se había parado a pensar en qué habría detrás de aquella tapia, en la parte de atrás de la vieja casona abandonada. Un día decidimos trepar el muro y explorar. Echamos a suertes a quién le tocaría primero: no salí yo. El elegido trepó la tapia con apenas esfuerzo, era el más hábil de todos. Lo vimos incorporarse en lo alto, con pose triunfal, y mirar hacia el otro lado. Tenía el rostro iluminado. "¿Qué se ve?" "¿Hay algo?" Se dejó caer hacia el otro lado, sin decir una palabra. Nadie se atrevió a seguirle. Esperamos un rato. No regresaba. Al cabo de una hora nos fuimos. No volvimos a verle. Nunca comentamos a nadie cómo ni dónde desapareció.
Años más tarde leí que aún subsisten en la tierra fragmentos del paraíso terrenal, escondidos unos en lugares recónditos, ocultos otros bajo el disfraz de lo mundano. A veces, es suficiente con saltar el muro."
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